emoción

La cuarta función ejecutiva: la gestión de las emociones

Por José Antonio Marina

Hasta hace veinte años, las emociones apenas se estudiaban en la carrera de Psicología. Ocupaban, como máximo, algún capítulo dentro de la asignatura de “Motivación”. Cuando escribí El laberinto de los sentimientos  casi no existía bibliografía científica en castellano. Daniel Goleman, un inteligente periodista, popularizó el trabajo que estaban llevando a cabo desde hacía años una serie de investigadores: Tomkin, Izard, McLean, LeDoux, Frijda, Oatley, etc.

Goleman puso de manifiesto la importancia que las emociones tienen en nuestra vida y la necesidad de conocerlas y educarlas. Apareció entonces la moda de la “inteligencia emocional”. De repente todos los problemas podían solucionarse con una adecuada educación de las emociones: la felicidad, la convivencia, la política, la empresa, la economía, incluso la misma educación. No era cierto, porque las emociones son necesarias, pero no son suficientes para dirigir bien el comportamiento.

Tomemos como ejemplo la “empatía”. Sin duda alguna es importante comprender lo que sienten otras personas. Pero los timadores, los manipuladores, los dictadores son muy empáticos y aprovechan su empatía para abusar del prójimo.

Tomemos otro ejemplo: la autoestima. Cuando los estudios mostraron que los delincuentes juveniles tenían una autoestima muy alta, comprendimos que había que andarse con cuidado en estos asuntos. Las emociones necesitan someterse a un criterio de evaluación que está por encima de las emociones, y que forma parte de lo que denominamos “inteligencia ejecutiva”.

Las emociones cumplen dos funciones. La primera es informativa. Nos informan sobre el estado de nuestro organismo y sobre la marcha de nuestros deseos y expectativas en su choque con la realidad. La segunda es motivacional. Cada emoción incita a un comportamiento: la furia impulsa a la agresión, el miedo a la huida, el asco a la separación, la compasión a la ayuda, etc.

La experiencia emocional emerge de la “inteligencia generativa”. Tiene su origen en “esquemas emocionales” que interpretan la situación y que se construyen a partir del temperamento y de la educación, por ello lo que enfurece a persona deja indiferente a otra, o lo que entristece a uno alegra a su enemigo. Tienen distintos “esquemas emocionales”.

Estos esquemas  pueden ser adecuados o inadecuados para adaptarse a la realidad. Por ejemplo,  el miedo es una emoción protectora, pero mucha gente puede sentir miedos excesivos o incluso patológicos, que han dejado de ser útiles. Lo mismo podríamos decir de la furia,  la tristeza, la culpa, el amor, el optimismo, etc.

Ante este panorama, la función ejecutiva que estudiamos tiene un doble objetivo. Primero: evaluar las emociones que proceden de la inteligencia generadora, para ver si  conviene seguir sus impulsos, modularlos, o bloquearlos de acuerdo con las metas que en ese momento estén vigentes, y activar las emociones adecuadas. Por ejemplo, es importante despertar la esperanza, o la compasión, o el ánimo. El “habla interna”, una de las grandes herramientas de la inteligencia ejecutiva, nos ayuda a conseguirlo.

Segundo objetivo: dirigir  la configuración de los “esquemas emocionales”. En este momento sabemos cómo educarlos o reeducarlos.  Pondré un ejemplo concreto de lo que he dicho.  Acabo de publicar un libro titulado Los miedos y el aprendizaje de la valentía.  El miedo incita a la huida, pero la inteligencia ejecutiva puede decidir no huir.

Además, puede considerar que ser valiente es una meta deseable, y poner en juego las estrategias necesarias para conseguirlo. Para ello, tratará de aumentar sus fortalezas y cambiar los esquemas emocionales del miedo. Si tiene éxito, esos cambios formarán parte de la inteligencia generadora que, a partir de ese momento, producirá sentimientos de miedo menos intensos, o menos deseos de huir.

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