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La autoridad del profesor

Por Jose Antonio Marina

Comienza el curso. Y con él, las entradas semanales de este blog. Las encuestas nos dicen que las dos cosas que preocupan más a los profesores son la disciplina en el aula y la falta de motivación del alumnado.  También a mí me interesan, tanto que he dedicado un libro a cada uno de esos temas.

Pero este blog me permite bajar desde las tranquilas páginas de un texto, a las agitadas aguas de un aula. O, como diría nuestro clásico: “pasar de las musas al teatro”.

¿Cuáles son las mayores dificultades que encontráis para ejercer la autoridad o para animar a vuestros alumnos?¿Qué  métodos os han funcionado bien? ¿Conocéis a algún maestro especialmente hábil en resolver estos problemas? ¿Cómo lo hace?

Lo que me interesaría es aprovechar la sabiduría práctica que hay dispersa en todos nosotros, y que nos convendría compartir. Por estas razones, pretendo dedicar varias entradas semanales de este blog a tratar el tema de la autoridad y el de la motivación.

Todos nos hemos quejado de la falta de autoridad del profesor. Sin embargo, hay una pregunta complicada de responder: ¿quién debe darnos la autoridad? Me gustaría reflexionar sobre este asunto, no tanto para atribuir responsabilidades como para encontrar remedios.

Antes de nada, conviene aclarar el significado de las palabras porque de lo contrario las posiciones se vuelven confusas. Como ejemplo, citaré a dos expertos españoles. Ezequiel Cabaleiro: “Una institución docente se gobierna ante todo por la autoridad”. Julio Carabaña: “Quienes recurren a la autoridad son unos incapaces que no saben enseñar”. ¡Empezamos bien!

Desde los romanos, la autoridad se distingue del poder. El poder se impone mediante medios coactivos. El poder del profesor es suspender, expulsar o imponer cualquier otra medida disciplinaria.  La autoridad en cambio se impone mediante el respeto. La autoridad de una persona –por ejemplo, de quien ejerce una función jurídicamente reconocida, un juez, un docente o los padres- tiene dos raíces. La primera es la “autoridad conferida por la función”.

Ser juez supone estar investido del respeto que la ley merece. Ser docente supone igualmente estar investido del respeto que la escuela merece. Lo mismo sucede con la patria potestad.

Cuando una institución goza de  respeto social, ese respeto se transfiere a sus protagonistas y ejecutores. En ese caso, ni el juez ni el docente ni los padres tienen que justificar su autoridad: la institución les protege. Cuando esta pierde prestigio, la autoridad recibida se pierde también. Eso es lo que está pasando en toda Europa. Hay un descredito institucional que se transmite a los miembros de cada institución.

Pero esto no es todo. Hay también una “autoridad personal”, la que deriva  de la propia competencia. Es la que funciona cuando decimos “es una autoridad en medicina”.  Este es el dominio en que nosotros podemos actuar directamente: debemos mostrar que somos “autoridades en educación”.

Así pues, la autoridad del profesor –o del juez, o de los padres o de los políticos- tiene una doble fuente: institucional o personal. Si queremos recuperar la autoridad –es decir, el respeto- debemos actuar en los dos niveles.

En el próximo post hablaré de cómo podemos conseguir que la institución docente, la escuela, sea respetada.

Nos conviene que este tema salga de la escuela y se plantee en la sociedad en general, porque su intervención es imprescindible, como veremos. Por eso, sería estupendo que difundiérais este asunto en vuestro entorno. Yo intentaré hacerlo en los medios de comunicación. Si somos lo suficientemente tenaces, tal vez consigamos que cambien muchas actitudes.